...la
palabra hermano designa, en los primeros
libros de la Biblia, a los nacidos de un mismo seno materno, a los
pertenecientes a una misma tribu (Dt 25, 3). Más tarde designa también a todos
los hijos de Abraham. Pero de ahí no pasó.
Sin
embargo, muy pronto, en la aurora misma de la humanidad, esa primitiva
fraternidad la encontramos ensangrentada.
¿Qué
había sucedido? Como preludio de todos los odios y asesinatos, Caín había
ejecutado a Abel, por envidia. Y, peor que eso, la indiferencia y el desprecio
extendieron sus alas negras sobre el paraíso. A la pregunta ¿Dónde está tu
hermano? Resonó, entre las lomas del paraíso, una respuesta brutal: “¡qué sé
yo!, ¿Quién me encargó cuidar de mi hermano?” (Gn 4,9).
Y así nos
encontramos con el hecho de que, el egoísmo, la envidia y el desprecio proyectaron
su sombra maldita sobre las primeras páginas de la Biblia.
Desde ese
momento hasta el fin del mundo, el egoísmo levantará sus altas murallas entre
hermano y hermano. ¡Qué tremenda carga psicoanalítica contienen las palabras de
Dios a Caín: ¿Por qué andas sombrío y cabizbajo? Si procedieras con rectitud,
ciertamente caminarías con la cabeza erguida. Pero sucede que el egoísmo se
esconde, agazapado, detrás de tu puerta. Él te acecha como una fiera. Pero tú
tienes que dominarlo (Gn 4,7).
He ahí el
programa: controlar todos los ímpetus agresivos que se levantan desde el
egoísmo, suavizarlos, transformándolos en energía de amor, y relacionarnos,
unos con otros, en forma de apertura, comprensión y acogida.
Pero,
¿Quién es capaz de derrotar el egoísmo y hacer esa milagrosa transformación? El
llamado inconsciente es una fuerza
primitiva, salvaje y amenazadora ¿Quién podría dominarlo? El Concilio responde
que ya hubo alguien que lo derrotó: Jesucristo (GS 22).
-"sube conmigo", Ignacio Larrañaga
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