Jesús
salta al combate del espíritu después de experimentar el amor del Padre.
En el
crecimiento evolutivos de sus experiencias humanas y también divinas (Lc 2,52).
Jesús, siendo joven de veinte o veinticinco años, fue experimentando
progresivamente que Dios no es, sobre todo, el Inaccesible o el Innominado,
aquel con quien había tratado desde las rodillas de su Madre.
Poco a
poco, Jesús, dejándose llevar por los impulsos de intimidad y ternura para con
su Padre llegó a sentir progresivamente algo inconfundible: que Dios es como un
Padre muy querido; que el Padre no es, primeramente temor sino Amor; que no es,
primeramente, justicia sino Misericordia; que el primer mandamiento no consiste
en amar al Padre sino en dejarse amar por El.
La
intimidad entre Jesús y el Padre fue avanzando mucho más lejos. Y cuando la
confianza --de Jesús para con su Padre-- perdió fronteras y controles, un día
(no sé si era de noche) salió de la boca de Jesús la palabra de máxima
emotividad e intimidad: ¡Abbá, querido Papá!
Y ahora
sí, Jesús podía salir sobre los caminos y las montañas para comunicar una gran
noticia: que el Padre está cerca, nos mira, nos ama. Y nos reveló al Padre, con
comparaciones llenas de belleza y emoción.
¿Vieron
alguna vez que un niño hambriento pida un pedazo de pan a su padre, y éste le
dé una piedra para que se rompa los dientes? O si le pide pescado frito ¿acaso
su padre le dará un escorpión para que lo pique y lo mate? Estallan las
primaveras, brillan las flores, anidan los pájaros, todo se cubre de esplendor,
arden las estrellas allí arriba ¿Quién da vida y belleza a todo esto? El Padre
se preocupa de todo ¿A caso no valen más ustedes que los pájaros, las flores y
las estrellas? Hasta los cabellos de su cabeza y los pasos de sus pies, todo
está enumerado. El Padre no los vigila, los cuida.
Pidan,
llamen, toquen las puertas. Se les abrirán las puertas, encontrarán lo que
buscan, recibirán lo que piden. Su único problema consiste en dejarse envolver
y amar por el Padre. ¡Si ustedes supieran cuánto son amados por Él, si ustedes
conocieran al Padre… nunca sabrían de tristezas ni de miedos. Y ahora
compórtense con los demás, tal como el Padre procede con ustedes.
Desde
hace mucho tiempo me asiste la más fuerte convicción en el sentido de que vivir
el Evangelio consiste, originalmente, en experimentar el amor del Padre,
precisamente del Padre. Cuando se siente eso, surge en el corazón humano, un
deseo incontenible de tratar a los demás como el Padre me trata a mí. A partir
de esa experiencia, el otro se transforma, para mí, en hermano.
Íntimamente
me asiste también la más completa seguridad de que eso mismo sucedió a Jesús:
experimentó intensamente el amor del Padre, cuando era un joven. Y al impulso
del dinamismo de ese amor, Jesús salió al mundo para tratar a todos como el
Padre lo había tratado a El. Como mi Padre me amó, así los he amado a ustedes.
Este es
el programa que Jesús propone a los hombres. Aquí está la revolución, la
“novedad” profunda y radical del Evangelio. Jesús es SU HIJO amado. Nosotros
somos sus hijos amados.
Así
comprendemos la motivación o sentido profundo de las actitudes eangélicas de
Jesús. Cuando el Señor Jesús, a sus doce años, responde a su Madre que el Padre
es su única ocupación y preocupación, quiere indicar con otras palabras: mi Padre es mi madre, queriendo decir
que toda la ternura que le podía dar su Madre, ya se la había dado su Padre.
Cuando
Jesús dice que la voluntad del Padre nos constituye en padre, madre, esposa…
(Mt 12,50) quiere decir esto: que el amor del Padre nos da a sentir una ternura
mucho más profunda que la de una madre muy querida, y mayor satisfacción que
miles de propiedades y hectáreas.
Y así
surge la comunidad, como una necesidad
de amor, como un espacio vital donde poder derramar las energías y el calor
que hemos almacenado, provenientes del sol del Padre.
El modelo
de conducta para el trato mutuo, en una comunidad, es el Padre mismo. El
programa de Jesús se resumen en esto: sean como el Padre.